DEMOCRACIA AGÓNICA

DEMOCRACIA AGÓNICA

Alberto Híjar Serrano
18 febrero 2011

Hasta aquí llegó el proyecto histórico burgués de la democracia. Nunca se realizó más que en los momentos insurreccionales de las revoluciones. En 1789 los revolucionarios franceses proclamaron ¡libertad, igualdad, fraternidad! Para lograrlo ejercieron la dictadura y estrenaron la guillotina contra los reyes, los cortesanos y uno que otro que no debió morir así, Lavoisier, por ejemplo, el fundador de la ciencia de la química. En 1776, trece colonias de puritanos ingleses declararon en el norte de América su independencia de la corona británica y construyeron una federación exterminando a los pobladores originarios como parte de un proyecto fundamentalista colonial a nombre del destino manifiesto. Entre 1848 y 1871, en Francia cayeron reyes luego de la dictadura de Napoleón Bonaparte y el proyecto democrático se extravío entre guerras imperiales y de expansión colonial, mientras en América los estados resultantes de las revoluciones de independencia intentaban la democracia ante los obstáculos del expansionismo yanqui y los imperativos de la acumulación capitalista mundial.

La Comuna de Paris de 1871 mostró en menos de dos meses de acción lo que podía ser la democracia desde abajo, con la Asamblea de delegados sin más privilegio que el de cumplirle al pueblo que podía revocar su cargo. La revolución simbólica encabezada por Gustave Courbet derrumbó la Columna Vendome hecha con el metal de las armas de los ejércitos vencidos con un ridículo Napoleón en el remate, y escritores del calibre de Baudelaire colaboraron en el excelente periódico donde se reseño la ocupación del Templo Expiatorio por el acuerdo de anular la expiación de la culpa de haber guillotinado a los reyes y su corte. “Asalto al cielo” dice Marx que fueron los dos meses escasos que duró el gobierno de los trabajadores al fin masacrados por la Santa Alianza con sobrevivientes enviados a una isla muy lejana para evitar toda relación con el continente europeo que vio con estupor el ejercicio de la democracia plena con representación verdadera y participación directa de todo aquel que probara su combatividad sin importar nacionalidad y sin entregar las armas a la monarquía bien refugiada en algún castillo mientras exigía a los comuneros enfrentar la invasión prusiana. Parecía culminar así la alegoría pintada por Eugene Delacroix de la Libertad con gorro frigio y pecho desnudo guiando al pueblo con el toque de un tambor en manos de un niño de la calle escoltado por un empleado pobre y una legión de artesanos y sirvientes de los ricos.

Algo ejemplar hay en esta representación reproducida en Francia todo el tiempo en cajas de galletas, de fósforos, calendarios, portadas de libros y revistas, hasta el punto de su discusión en los setenta en un coloquio organizado por Nikos Hadjinicolaou sobre la base de su escandaloso concepto de “ideología en imágenes” que tanto disgusta a los arte puristas.

De traspié en traspié por la desigualdad económica, la democracia burguesa ha engendrado partidos políticos representativos de los intereses de los consorcios y de los cacicazgos institucionales que los garantizan.

Los partidos y las elecciones bien pueden reducirse a la imagen del dictador que cambia de rostro pero no de identidad cada cuatro o seis años, tal como René Avilés narra en El Gran Solitario de Palacio. Con la globalización salvaje del capitalismo, la crisis de muerte de los estados-nación los convierte en administradores de ella y de los designios imperiales. Los planes maestros los hacen el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial de Comercio y los tratados político-militares que reducen al mundo entero en territorios peligrosos para la seguridad nacional yanqui. La necesidad de petróleo, biodiversidad, metales estratégicos y agua explican la ocupación económica, política y militar del Imperio al que los proyectos locales de democracia sólo importan en la medida en que permanezcan en manos de sus aliados y cómplices.

La soberanía emanada del pueblo, según rezan las constituciones políticas burguesas, ha desaparecido. Recientemente, matan a un policía yanqui en una carretera de San Luis Potosí y llega el FBI a ponerse al frente de la investigación armas en mano, cosa que no ocurre cuando los asesinados son pobres migrantes mexicanos o centroamericanos abatidos por disparos nada accidentales de los impunes Rangers de la Patrulla Fronteriza.

La insurrección árabe resulta ejemplar por lo que tiene de rechazo organizado desde las redes sociales contra las dictaduras y por el potencial popular manifestado con grandes movilizaciones exigiendo democracia sin representaciones ni comisiones espurias de por medio. Los cómplices imperiales de los dictadores ofrecen su mediación y Obama llama a la paz y al orden con la Comunidad Europea dispuesta a coadyuvar para que fluya el petróleo, el Canal de Suez no peligre, Israel mantenga su guerra de exterminio contra los palestinos, los saharauis no levanten cabeza y los ejércitos pertrechados por los poderes imperiales no vayan a ponerse del lado del pueblo insurrecto y apenas armado con piedras y palos.

Pase lo que pase, la insurrección árabe prueba la imposibilidad histórica de la democracia burguesa porque el colonialismo resurgido ya impide el poder popular. La silenciosa, inútil y perezosa ONU entrará al rescate con ejércitos de paz y las dictaduras seguirán vivas sin el estorbo de ancianos decrépitos multimillonarios e impunes, porque ni Mubarak, ni Baby Doc, ni Berlusconi o cualquier otro sátrapa incluyendo a los de México o a los bananeros como Daniel Ortega y su Rosario Murillo, serán jamás enjuiciados y castigados. Una vez garantizada su impunidad se retiran a gozar de sus enormes propiedades mal habidas. La democracia burguesa ha muerto y apesta en su putrefacción global.

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